En su blog Roberto Malo ha dedicado su última entrada al libro
Escribiendo esperanza. Podemos verla
aquí
En este libro Roberto Malo participa con un relato inédito titulado
Sueños de fútbol que reproduzco a continuación.
Sueños de fútbol
ROBERTO MALO
La noche anterior a tener un partido importante de fútbol, yo lo
soñaba. Por mi mente dormida desfilaban todas las jugadas decisivas, todas las
acciones determinantes, que irremediablemente al día siguiente tendrían lugar.
No sé cómo diablos lo conseguía vislumbrar; tal vez al acostarme
preocupado por el crucial lance deportivo lo evocaba inconscientemente, o lo
conjuraba quizás para tranquilizarme y dormirme como un bendito, no sé; los
mecanismos internos de la mente se me escapaban. El caso es que soñaba el
partido con todo lujo de detalles, y al día siguiente, antes de comenzar el
encuentro, anunciaba el resultado a mis compañeros. He soñado que vamos a
ganar, les decía en el vestuario, y eso era exactamente lo que sucedía dos
horas después: ganábamos. Lo siento, hoy vamos a perder, les decía, y aunque
por descontado no nos rendíamos de antemano, aunque nos esforzábamos con todas
nuestras fuerzas en intentar burlar al adverso destino, perdíamos finalmente
sin remedio, de forma ineludible. Lo cierto es que, para bien o para mal, no me
equivocaba nunca. Mis sueños premonitorios, se podría decir, se cumplían a
rajatabla.
En consecuencia, en el vestuario o bien durante el calentamiento
previo al inminente partido, mis compañeros me preguntaban el resultado del
mismo con cierto temor reverente, conscientes de la trascendencia de mi
contestación. Sin embargo, no siempre tenía una respuesta definitiva; mi mente,
con todo, no era infalible. Había días en que al despertarme se desvanecía el
partido en el remolino de mi cabeza, y les confesaba que no sabía cómo íbamos a
quedar, que lo había olvidado. Las veces en que esto sucedía, que no eran
muchas, jugábamos algo intranquilos, sin saber nuestro destino, aunque
íntimamente aliviados al creernos dueños de nuestras acciones. En otras
ocasiones, en cambio, sólo recordaba alguna escena suelta, sólo llegaba a
atrapar en el sueño alguna ficha del puzzle del partido. Manolo marcará hoy un
golazo de cabeza, apuntaba por ejemplo, y así sucedía, por supuesto, como no
podía ser de otra manera.
Resultaba desconcertante esa sensación constante de déjà vu que me
asaltaba en muchos partidos. Adivinaba que mis compañeros iban a marcar un gol
momentos antes de que lo hicieran, y presentía por el contrario que me iban a
meter un gol por la escuadra segundos antes de que me lanzaran el balón, y
aunque lo intuía y me lanzaba a por él con toda mi alma, no conseguía detenerlo
si había soñado el gol encajado. De alguna fatal manera, ni yo mismo podía rebatir
mis sueños proféticos. Era como vivir el partido por la noche y revivir al día
siguiente la repetición de las mejores jugadas; lo más importante y
trascendental, se podría decir, ya había tenido lugar por la noche, en el campo
de juego de mi cabeza.
Recuerdo especialmente cuando jugamos la final del campeonato.
Todos estábamos muy nerviosos, sabedores de lo mucho que nos jugábamos. El
entrenador nos decía que lo importante era pasárnoslo bien, pero eso no se lo
creía nadie. Éramos unos críos, pero no gilipollas. Queríamos ganar, qué coño.
Y lucharíamos a muerte para conseguirlo. No obstante, sabíamos que no iba a ser
nada fácil. En el equipo rival jugaba el mejor delantero centro de todo el
torneo, y con diferencia además. Se llamaba Blas, y aunque era un poco golfo
(fumaba y bebía como un cosaco) y tenía un genio de mil demonios, no hacía
falta ser muy listo para darse cuenta de que llegaría muy lejos a poca suerte
que tuviera y a poco que se cuidara. Era el máximo goleador de la liga, el
típico jugador que marca las distancias, la pesadilla para cualquier defensa y
la maldición para el portero rival. Por su culpa, la noche anterior al partido
me había acostado bastante intranquilo, preocupado como nunca. Me imaginaba al
dichoso Blas batiéndome una y otra vez, sin poder hacer nada bajo los palos por
evitarlo. Pasé una noche terrible, angustiosa, en la que cada dos por tres me
agitaba de lado a lado de la cama, sin poder dormir. Cuando por fin caí
rendido, faltaba poco para el inevitable momento de tener que levantarme. Sin
embargo, así y todo conseguí soñar el partido, gracias a que en los sueños el
tiempo no transcurre tan lento como en el mundo real. Sin embargo, al botar de
un salto por el sonido del despertador, el partido desfiló en mi cabeza como
una película acelerada a toda velocidad. Al recordarlo fugazmente, sólo
conseguí retener la segunda parte del encuentro; en ella, rememoré, marcábamos un par de goles y no encajábamos
ninguno, y gracias a Dios distinguí claramente el marcador resultante tras el
pitido final del árbitro: tres a uno a nuestro favor. Sí, la imagen se grabó a
fuego en mi mente: tres a uno. Tuve tiempo de constatar algo más: entre los
jugadores rivales no se encontraba Blas, mi pesadilla particular. En ese caso,
medité, era normal que les ganáramos tan holgadamente. Sin su jugador estrella,
lo cierto es que resultaba un equipo de lo más vulgar.
Me levanté eufórico, anticipándome a la alegría que horas después,
sin ninguna duda, nos iba a inundar. No todos los días, reflexioné, uno se encamina
a proclamarse campeón. Sin embargo, de camino al partido mi aspecto exterior no
dejaba traslucir la emoción que me embargaba; estaba acostumbrado a comportarme
con la debida frialdad, a saber esperar el momento propicio, con esa serenidad
innata que poseemos algunos guardametas, en el fondo un poco ajenos al calor y
la excitación que genera un partido clave.
En cuanto llegué al campo, Pablo, nuestro entrenador, me señaló
que no quería saber nada de mis sueños. Era el único que prefería no saber cómo
íbamos a quedar, tal vez porque no acababa de creérselo del todo o porque no
quería ver cuestionada la autoridad que le correspondía. Se lo respeté no
obstante, como siempre, y me cambié en el vestuario en completo silencio,
ignorando las implorantes miradas de mis compañeros. En cuanto nos pusimos a
calentar en el terreno de juego, ya lejos de la vista del entrenador, Toño y
Juan, que se encontraban con el alma en vilo, se me acercaron y me preguntaron
si había soñado el partido. Sí, asentí, muy serio. ¿Y?, insistieron, con un
nudo en la garganta. He soñado la segunda parte, les dije, y ganamos sobrados.
¡Sí!, exclamó Juan, abrazando a Toño. Ah, y Blas no juega, dejé caer. ¿¡Qué!?,
dijeron al unísono. Como lo oís, en el sueño no aparecía. Pues entonces ganamos
de calle, opinó David, acercándose. ¿Sabéis? No me extraña que no juegue,
terció Manolo, el otro día me lo encontré borracho perdido. Y he oído que el
entrenador le metió una bronca de campeonato, se sumó Javier, uniéndose a la
conversación.
Justo entonces saltaron al campo nuestros rivales... con Blas al
frente, con el brazalete de capitán y trotando con su chulería habitual. Se me
antojó como salido de un universo alternativo, de otra realidad muy lejana a la
que regía mi mente. Lamentablemente, al contrario que yo, no parecía haber
pasado una mala noche: sus ojos estaban inyectados de furia y de seguridad en
sí mismo. Todos enmudecimos al verlo, y Juan me clavó una mirada que no
olvidaré nunca, como diciéndome: ¿Cómo has podido fallarnos hoy? Yo bajé la
vista y seguí calentando, dudando por primera vez de lo que había soñado. La
euforia se me había bajado de golpe a los pies, y mis manos empezaron a sudar
sólo de ver calentar a semejante máquina de marcar goles, que parecía retarnos
con su actitud chulesca.
Para cuando dio comienzo el partido, mis piernas temblaban como
flanes de gelatina. Y pronto fueron a peor. A los cinco minutos, Blas recibió
un balón al borde del área, regateó a dos de los nuestros como si nada (a Juan
y a David) y me coló el primer gol del partido por entre las piernas. Uno a
cero. No podíamos haber comenzado de forma más desastrosa una final. Juan miró
desolado al cielo y David se cagó en todo lo cagable. Yo recogí la pelota
cabizbajo, como ausente, y me repetí a mí mismo como un mantra: No puede ser,
no puede ser. Nuestro entrenador, rojo como un tomate, le echó una bronca
monumental a Juan y le dijo que no se separase ni un segundo del puñetero
delantero centro rival, que esa era su misión, pegarse a él como una lapa.
Así lo hizo Juan a partir de ese momento, se pegó como una mosca
cojonera al escurridizo Blas. Y lo hizo francamente bien, tanto, de hecho, que
al cabo de un rato a Blas, que tenía un genio de mil pares de cojones, se le
hincharon los mismísimos y le propinó un codazo a Juan en plena cara para así
quitárselo de encima. Por fortuna, el árbitro vio perfectamente la marrullera
acción y no dudó en sacarle tarjeta roja directa al delantero centro de mis
desvelos, que tuvo que abandonar el campo con el rostro desangelado, consciente
de lo que se perdía. Juan se levantó del suelo sangrando abundantemente por la
nariz y, mientras se acercaba a la banda para detener la hemorragia, vi cómo me
sonreía de oreja a oreja y me guiñaba un ojo. Sin Blas en el campo, comprendía,
el partido era nuestro. Y así fue. Pocos minutos después, Manolo, nuestro
pichichi, marcaba el gol del empate y nos íbamos al descanso. La segunda parte
fue un paseo conocido. Ellos sin Blas, como así había quedado registrado en el
sueño, y nosotros con uno más, llevamos toda la iniciativa y marcamos dos goles
que pudieron ser más. Bueno, es una forma de hablar. No podían ser más. Fueron
los que tenían que ser: tres. Tres a uno.
© Roberto Malo